27 de mayo de 2011

Columna Invitada - Epigmenio Ibarra

Una buenísima columna de don Epigmenio Ibarra sobre la mal llamada 'Guerra contra el Narco' del Fecal.

El Ejército y la estrategia de Calderón (Primera de dos partes)
Acentos
Epigmenio Ibarra


Transformó un asunto policial en una operación militar. Hizo de una cuestión de salud pública, de atención integral a sectores marginados, de disputa inteligente por la base social que luego de décadas de trabajo había conquistado el narco, un asunto exclusivo de los estrategas militares.

“La nada tiene prisa…”
Pedro Salinas

Urgido de una legitimidad de la que de origen carecía y de resultados inmediatos, que pudieran volverse spots de tv y elevar el perfil de su tan temprana y severamente cuestionada gestión, a Felipe Calderón Hinojosa se le hizo fácil declarar la guerra.

Podía haber actuado con decisión, efectividad y cautela contra el crimen organizado; prefirió el espectáculo. Ahí donde había que actuar con sigilo apostó por los fuegos artificiales y sometió las operaciones policiaco-militares a sus propias urgencias políticas y propagandísticas.

Transformó un asunto policial en una gigantesca operación militar. Hizo de una cuestión de salud pública, de atención integral a sectores marginados, de disputa inteligente por la base social que luego de décadas de trabajo había conquistado el narco, un asunto exclusivo de los estrategas militares; de la aplicación de la fuerza ahí donde lo que había que hacer era actuar con inteligencia.

En lugar de encerrarse a medir, paso a paso, cada una de sus acciones y las consecuencias de las mismas, optó por lo que de inmediato podía hacer sentir a la población que alguien, por fin, “estaba actuando con energía”. Se disfrazó de general, comenzó a lanzar encendidas arengas patrióticas y ordenó desplegar masivamente la tropa.

Conocedor de la efectividad del discurso de la unidad nacional ante el enemigo común, usufructuario de esa estrategia de promoción del miedo y la zozobra, transfirió de López Obrador al crimen organizado el carácter de “peligro para México” y se adjudicó, a sí mismo, el papel del salvador de la patria.

Fue la soberanía nacional la primera de las bajas. Se entregó Calderón y entregó el país a los designios estratégicos de Washington. La única batalla que valía la pena librar, la de la transferencia del esfuerzo principal de combate a territorio norteamericano, la perdió sin siquiera haberla librado.

Seducidos por el poder de Estados Unidos cayeron también jefes policiacos y militares, y fueron comprándose, uno a uno, los principios de la doctrina de la seguridad nacional estadunidense convirtiéndose en alfiles, al sur de la frontera, de la defensa interior de nuestro poderoso vecino.

En ese frenesí, con esa prisa, cayó también Felipe Calderón en su propia trampa. No pensó antes de lanzar al Ejército fuera de sus cuarteles en el tren logístico judicial que el combate a la delincuencia exige. Seducido, él mismo, por el discurso propagandístico de la aniquilación del enemigo, se olvidó de que, de lo que aquí se trataba era de hacer justicia y garantizar la seguridad de los ciudadanos y no de propiciar una masacre.

Se equivocó y hoy el país entero paga, con sangre, los platos rotos. Pero también con él se equivocaron los más altos jefes militares.

Ciertamente había que actuar —con decisión y urgencia— contra el crimen organizado. Vicente Fox les había entregado a los cárteles de la droga, nacidos durante el priato, una buena parte del territorio nacional. Mantenerse con los brazos cruzados era tanto como poner en riesgo nuestra viabilidad como nación; equivocarse en la manera de actuar también.

Lo primero que sucedió al desplegarse miles de soldados, vestidos con el uniforme verde olivo de las fuerzas armadas o con el azul de la Policía Federal, fue que, de inmediato, ateniéndose al principio de proporcionalidad de medios, los cárteles escalaron su poder de fuego y comenzaron, también, a cambiar su modus operandi.

Habida cuenta de que, presionados por resultados y sin entrenamiento adecuado para actuar como fuerzas policiacas, las unidades militares comenzaron a librar combates en los que las bajas mortales eran siempre superiores a los heridos y capturados, los narcos, que antes huían o se rendían, comenzaron a presentar combate.

Ante estas muestras de resistencia crecieron en tamaño y poder de fuego las unidades militares. Se volvieron entonces lentas, torpes y sobre todo predecibles e ineficientes y comenzaron a producirse, porque se mueven como elefante en cristalería, pero con miedo, violaciones cada vez más frecuentes a los derechos humanos y a multiplicarse las bajas colaterales.

Comenzaron entonces a proliferar, de un lado y otro, las granadas; armas tontas en manos de miedosos. Y cuando los blindados hicieron uso de sus lanzagranadas de repetición, los capos hicieron uso de armas contra blindados y coches bomba. Al humillar el cadáver de un capo, los marinos rompieron los códigos de honor y comenzaron los sicarios a matar familias enteras.

Ni a uno ni a otro les faltaron jamás armas y recursos ni le sobraron escrúpulos. Las decapitaciones masivas, las torturas, al multiplicarse, parecieron extender patente de corso a las fuerzas federales y el propio Calderón al justificar tantos muertos con un simple y brutal “se matan entre ellos” terminó por validar la doctrina de la seguridad nacional estadunidense y sus métodos criminales.

http://elcancerberodeulises.blogspot.com

www.twitter.com/epigmenioibarra

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